La noche del gran apagón

En un lugar lejano cuyo nombre desconozco el señor D hace su trabajo, que consiste en controlar la iluminación de Europa

La noche del gran apagón

D inicia su extensa jornada laboral justo cuando aquí la terminamos y lo hace seis días por semana desde hace dieciocho años. A diario se sienta a monitorear una gran cantidad de sistemas de iluminación que, por lo general, funcionan automáticamente. Sin embargo, hay fallos puntuales, y es en estos momentos cuando D debe tomar decisiones rápidamente y operar las infraestructuras para evitar el apagón. Es un analista meticuloso con los procedimientos, atento al detalle. Su trabajo implica una cadena de tareas repetitivas que nadie supervisa ya que sus superiores duermen a estas horas. Su mujer insiste que está cansado. Él sabe que es cierto.

Y ocurrió lo inevitable, ayer D se quedó medio dormido y ejecutó una orden incorrecta que fue suficiente para sumir a toda una metrópoli en la oscuridad absoluta. Al principio, muchos pensamos que se trataba de un fallo momentáneo. Revisamos los teléfonos, tocamos los interruptores con insistencia. Luego, al ver que persistía, comenzamos a hacer preguntas, intentamos realizar llamadas, los nervios comenzaron a surgir.

Ayer D se quedó medio dormido y ejecutó una orden incorrecta que fue suficiente para sumir a toda una metrópoli en la oscuridad absoluta

Pasados unos minutos, el caos fue absoluto. El peaje de la autopista dejó de funcionar y los conductores comenzaron a acumularse a la espera de que se suban las barreras. Muchas personas buscaban linternas a tientas mientras los más pequeños lloraban aterrados. Sus madres y padres los abrazaron. En los hospitales, los cirujanos detuvieron sus operaciones como si sus manos también necesitaran comprender la nada que se había instalado. Por su parte, la alcaldesa, también sin conexión a internet, no podía anunciar que se trataba de un apagón.

Conforme pasaron los minutos, el desconcierto inicial dio paso a un fenómeno fascinante: la sensación de silencio en la penumbra. Silencio total y absoluto ya que todas, todas las actividades cotidianas se detuvieron. Hasta las pantallas se apagaron. Los trabajadores de la construcción quedaron suspendidos en sus andamios.

En mi ciudad, la noche apenas casi no tiene cabida porque las luces, perpetuamente encendidas, dominan el paisaje urbano, los centros comerciales están siempre abiertos. Además, de un tiempo a esta parte el gobierno ha instaurado turnos laborales rotativos para toda la población, que según ellos, promueve una sociedad más justa.

Salimos a los balcones y a las calles, asustados e intrigados. Las familias con niños se dirigieron a los parques en donde inventaron historias a la luz de la luna. Una vecina incluso llevó una guitarra. Otra la acompaño con su voz. Y, por primera vez en años, la música en vivo sonó más fuerte que el tráfico. Hablamos con vecinos que ni sabíamos que lo eran. Hablamos con nuestras parejas e hijos. Las parejas se besaban sin necesidad de pudor. Así descubrimos el cielo, las estrellas y la luz de la luna, que, a falta de otros estímulos, se convirtió en un espectáculo tan bello como misterioso. Al mismo tiempo, descubrimos la negrura y la inmensidad. Cielo y mar se fundieron cual amantes. Escuché a una niña preguntar a su madre de dónde venía la Vía Láctea. La madre le explicó que somos nosotros quienes venimos, que el cielo está siempre allí.

Fue una experiencia más mágica que la del solsticio de verano. Descubrí que bajo la luz de la luna no se necesita maquillaje, hace que las arrugas se vuelvan etéreas. Tampoco necesitamos aire acondicionado porque el aire nocturno es fresco.

Conocimos la noche en su estado más puro. Desapareció con los primeros rayos del sol.  Por la mañana, el error fue subsanado y nuestras rutinas retomaron su cauce, fluyendo con la inercia de un río que regresa a su lecho. El silencio que oímos durante horas fue percibido por la mayoría como una experiencia reconfortante, casi mágica. Curiosamente, hubo una percepción colectiva de claridad a pesar de la oscuridad.

El esperado de su jefe mensaje no demoró en llegar,: “Por favor, revise mejor los protocolos. Y por cierto, la empresa ha decidido instalar un sistema de doble verificación»

Al anochecer siguiente, la gente quiso repetir la experiencia y salió a conversar con su gente. Y durmieron plácidamente, como hace tiempo no lo hacían, relajado el cuerpo y renovada la energía para afrontar el nuevo día. Como consecuencia, primero en un barrio y luego en otros, las solicitudes para implementar noches sin luz llegaron a todos los ayuntamientos de la ciudad.

Mientras tanto, en un lugar lejano cuyo nombre no sé, el señor D contenía el impulso de contar que se había quedado dormido a propósito. El esperado de su jefe mensaje no demoró en llegar,: “Por favor, revise mejor los protocolos. Y por cierto, la empresa ha decidido instalar un sistema de doble verificación. Un gasto inesperado, pero necesario. Ya sabe, lo barato sale caro.”

A posteriori, le hicieron tantas entrevistas para tantísimos medios de comunicación, que por fin se hizo rico. Al igual que el nuevo y flamante ministro de bienestar nocturno designado por el gobierno en curso.

¿Es el trabajo humano reemplazable o es la falta de interacción humana que nos hace vulnerables?